El agua sucia debe caer sobre una jerarquía que ocultó los pecados, convirtiéndose en encubridora de la maldad. Debe caer sobre una sociedad puritana que, maliciando de la vileza, guardó silencio cómplice.

Sin pena ni temor los creyentes católicos deben comenzar a admitir que la Iglesia necesita un remezón, pero para que suceda están obligados a contribuir y no ser mojigatos o santurrones.
La renuncia del papa Benedicto XVI que está siendo y será capitalizada por enemigos perversos para destrozar la fe en Cristo, no ha sido un acto de cobardía sino una lección para los jerarcas y los feligreses.
La razón va mucho más allá de su vejez y la precaria salud. Es una cuestión de agotamiento espiritual, de agobio y desilusión de un ser humano a quien le ataron las manos y lo asediaron grupos sectarios y asociados con tintes mafiosos, alojados en el propio seno Vaticano.
No matarás, no cometerás actos impuros, no robarás, no dirás falsos testimonios ni mentiras y no codiciarás los bienes ajenos, son algunos mandamientos de la ley de Dios, quebrantados por determinados clérigos de manera reiterada, por acción u omisión y quienes siguen incrustados en San Pedro, dejando un fuerte olor a azufre en los pasillos.
Los pecados van desde fraudes financieros, tráfico de influencias, explotación laboral y lo que el periódico italiano “La Repubblica” denunció como lobby gay, con chantajes incluidos, de un grupo de obispos y sacerdotes que aparentemente trafica con el sexo tras los muros vaticanos.
Ratzinger habría hecho elaborar un informe ultra secreto y el resultado fue la gota que rebosó la copa. Al parecer, el papa no pudo soportar ni limpiar la suciedad y prefirió dejar en la conciencia de los cardenales, muchos de ellos manchados por la inmundicia, resolver el futuro de la Iglesia. Roguemos que si existe el documento revelador sea decisivo en la escogencia del nuevo papa.
Algunas versiones dicen que Benedicto XVI comenzó a meditar su renuncia cuando viajó a México y sintió dolor por la inconformidad de muchos fieles frente al espectro nefasto del padre Marcial Maciel, institutor de los Legionarios de Cristo, una poderosa orden religiosa ultraconservadora.
Maciel dejó un rastro horrendo después de su muerte. Se supo que violó a seminaristas, engendró varios hijos y participó en abuso de drogas.
Los pecados no solo socavan las parroquias del mundo. El escritor Carmelo Abbate, en su libro: “Sex and the Vatican, viaje secreto en el reino de los castos”, denunció un floreciente escenario gay protagonizado por sacerdotes en Roma. Lo irónico es que la Iglesia impone la castidad y condena la homosexualidad.
El agua sucia no debe caer solo sobre Ratzinger. La culpa es de un régimen religioso arcaico y de una institución con doble moral que consintió, en parte, que homosexuales se refugiaran en los seminarios y en las iglesias, saciando sus pasiones humanas con inocentes a quienes les enseñaron que la sotana representaba a Dios y todo lo que venga de Él es permitido.
El agua sucia debe caer sobre una jerarquía que ocultó los pecados, convirtiéndose en encubridora de la maldad. Debe caer sobre una sociedad puritana que, maliciando de la vileza, guardó silencio cómplice.
Debemos ser justos. En el papado de Benedicto XVI, a pesar de todas las críticas y el lucro mediático de los hostiles contra el catolicismo, se logró sacudir el árbol para que cayeran ciertas manzanas podridas. Sin embargo, muchas siguen aferradas a las ramas aunque están plagadas de gusanos y por esa razón deben ser tumbadas.
La oportunidad de renovación y cambio que ha dado el papa al renunciar es histórica. Los católicos en vez de dudar, criticar y aporrear moralmente al cura de la parroquia, deben unirse, exigiendo una participación pluralista en la evolución que necesita la Iglesia. Es hora para que los laicos entren a demandar el cambio.
Los verdaderos católicos no vacilan, porque los predicados de Jesús están escritos en piedra y nacieron de un amor inmenso hacia la humanidad. Dios no tiene la culpa de los errores del hombre.
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