El suboficial del ejército colombiano, capturado a finales de enero pasado, servía a su ejército como a su propia familia, pero lo que no supo él y tal vez algunos de sus hombres, es que los comandantes favorecían otros intereses políticos, económicos e incluso del narcotráfico.

El Sargento Bernardo Alfonso Garzón es la prueba viviente de cómo los ejércitos de Latinoamérica han sido los brazos armados de los poderosos.
Garzón, a quien también conocí como Lucas, me salvó la vida varias veces siendo miembro de la seguridad encubierta cuando comenzaba a ejercer el periodismo en televisión en Colombia hace más de cinco lustros. No solo me salvó a mí; también no ejecutó las órdenes para asesinar a la escritora y periodista Olga Behar que estaba sentenciada a muerte por el ejército, irónicamente acusada de hacer un periodismo libre e independiente.
La cercanía circunstancial con Garzón y el agradecimiento por informarme a tiempo de la sentencia a muerte que pesaba sobre nuestras cabezas, me llevó a aceptar ser padrino de una de sus últimas hijas, deber que nunca pude cumplir por la clandestinidad de su vida.
Tras el rostro afable y protector de Garzón se escondía un duro militar que trabajaba en una secreta oficina de “operaciones especiales” de la Brigada 20, conocida como “la gerencia”, situada en el Batallón “Charry Solano” en el sur de Bogotá.
Casi todas las fuerzas armadas de América Latina han tenido una unidad similar cuya función es hacer acciones fuera de la ley: detener sin orden judicial (léase secuestrar), torturar, si es del caso desaparecer los cuerpos y hasta hacer allanamientos ilegales e implicar a inocentes en crímenes.
La mayor parte de quienes integraban estas unidades castrenses fueron alumnos aventajados de la famosa Escuela de Las Américas en Panamá, un centro de estudios militares dirigido por el gobierno de los Estados Unidos, donde se les enseñaba prácticas de persuasión (tortura) y otros métodos represivos. Esa escuela es ahora el Instituto del Hemisferio Occidente para la Cooperación en Seguridad, con sede en Fort Benning, Georgia.
Fue ilustre discípulo de esas aulas, el General Otto Pérez Molina, hoy presidente de Guatemala, con un oscuro pasado en la guerra civil de su país y quien me aceptó en una entrevista que él era el famoso “Comandante Tito”, a quien han acusado de haber sido torturador y ejecutor de matanzas colectivas. Ese pasaje de la historia es conocido como el genocidio guatemalteco de los años ochenta.
También fue alumno el General Manuel Antonio Noriega, el dictador de Panamá, colaborador activo de la CIA, pero en otra faceta de su mente criminal ayudó a Pablo Escobar a narcotraficar libremente por el Istmo.
Volviendo a Colombia, recuerdo que un día de 1991 el Sargento Garzón se apareció en mi oficina de Univisión en Bogotá donde yo era corresponsal y jefe de buró. Aquella vez llegó arrepentido de sus actos y me reveló secretos de la unidad de “operaciones especiales”. Él sabía exactamente qué pasó tras la toma del Palacio de Justicia, hechos que ocurrieron en noviembre de 1985, cuando guerrilleros del M-19 asaltaron a sangre y fuego el edificio, muriendo por lo menos 100 personas.
En la operación de rescate, Garzón estuvo afuera del palacio identificando a insurgentes que salían camuflados entre los que los soldados y policías salvaban. Al reconocerlos los llevaban a un lugar de interrogación. Él conocía quiénes eran guerrilleros porque estuvo infiltrado en el M-19 por varios años, según me reveló. De esa “operación especial” hay por lo menos 10 desaparecidos.
Pero el sargento Garzón tiene conocimiento de muchos otros crímenes de Estado ocurridos en Colombia en la década de los ochenta, de los cuales me habló y publiqué en mi censurado libro “Prohibido decir toda la verdad”: asesinatos de candidatos presidenciales, líderes estudiantiles, guerrilleros activos y retirados. La prensa ignoró mi denuncia en aquel tiempo, pero Garzón mencionó a los generales Álvaro Hernán Velandia, Gonzalo Gil e Iván Ramírez. Lo mismo se lo dijo a la Procuraduría pero nunca le dieron garantías y el sargento optó por esconderse y llevar una vida clandestina.
Garzón servía a un ejército que amaba como a su propia familia, pero lo que no supo él y tal vez algunos de sus hombres, es que los comandantes favorecían otros intereses políticos, económicos e incluso del narcotráfico.
Garzón, hábil para mimetizarse y disfrazarse, lo cual lo hizo por años invisible, lleva el gran peso de la verdad. Ha confesado y se ha retractado en dos oportunidades, amenazado por la mano negra que pretende encubrir esa época aciaga colombiana donde están implicados, como ya lo dije, altos mandos militares y políticos.
Llegó la hora de contar esa verdad porque Garzón se entregó en Cali el jueves 30 de enero de 2014, pero está sentenciado a muerte por quienes pretenden esconder los hechos.
El fiscal de Colombia, Eduardo Montealegre, tiene en sus manos al portador de esa verdad y su deber es protegerlo para que por fin en mi país puedan descansar en paz las víctimas y las familias de quienes cayeron en una guerra sucia al servicio de la maldad. Una promesa que Garzón me hizo para comenzar a liberarse de su pecado.
¿Dónde están los sargentos Garzón de Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Panamá? ¿Hasta cuándo seguirán guardando el secreto de crímenes que cometieron en aras de la democracia y la defensa de las instituciones?
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