La confesión de George Bush pareciera tener otro propósito: legitimar la tortura y aparentar inocencia.

Con la destreza aprendida en la Escuela de Las Américas situada antiguamente en Panamá, el Sargento Bernardo Garzón y sus soldados del ejército colombiano, sumergieron la cabeza de José Cuesta en el agua varias veces, aplicando fuerza contra su nuca y la parte posterior de su cráneo, hasta casi ahogarlo.
Lo que hicieron con Cuesta, guerrillero del M-19, era la tortura conocida en el argot militar como “el submarino” y pretendían sacarle información sobre el lugar donde los subversivos ocultaban secuestrado al político colombiano Álvaro Gómez en 1988. También le aplicaron corriente eléctrica en las partes íntimas y simularon fusilarlo.
Estos tratos crueles, inhumanos y degradantes, fueron parte de la instrucción académica impartida por expertos estadounidenses a oficiales de los ejércitos de Latinoamérica, desde Guatemala hasta Argentina, con el fin de combatir el comunismo. Le llamaban “altos estudios”.
Muchos de los militares acusados por violación de los derechos humanos en el continente pasaron por esas aulas. No quiero imaginarme cómo serían los recintos de práctica y a quiénes pusieron de conejillos de indias.
Conociendo la existencia de ese lugar siniestro no me sorprende la revelación de George Bush en su libro “Puntos de Decisión”, donde admite la autoría intelectual de un crimen de lesa humanidad como la tortura contra sospechosos de terrorismo, argumentando que se hizo para lograr confesiones y ”salvar vidas”, como si algunas tuvieran más valor que otras. Quizás los prisioneros de Al Qaeda merecían un castigo fuerte por su maldad, pero debieron ser interrogados con métodos reglamentarios y juzgados en cortes imparciales.
Hay que recordar que a cientos de prisioneros los liberaron sin cargos después de descubrirse las palizas y las afrentas que les hicieron.
Con desfachatez Bush también dice que antes de la invasión a Irak, en 2003, fue una “voz disidente” dentro de su propio gobierno por oponerse a usar la fuerza, pero que luego se dejó convencer. En las páginas del libro hace creer que fue engañado y que sintió “náuseas” al enterarse de que el país invadido no tenía armas de destrucción masiva. Inverosímil creer ese carácter débil de quien ordenó la aniquilación de miles y expuso a la muerte a sus propios soldados, lanzándolos a una guerra con planes oscuros.
La confesión sin remordimiento pareciera tener otro propósito: legitimar la tortura y aparentar inocencia, pero más que manipulable lo veo como un tipo perverso. ¿Con qué cara mirará a su familia?
Lo inquietante es hasta dónde el pueblo estadounidense aprueba esa forma de actuar y de pensar. Las ventas de su libro por cientos de miles podría ser la respuesta.
Tolerar y aprobar este tipo de acciones que violan los derechos humanos es darle al enemigo motivos para cometer más atrocidades. Es provocar y sembrar semillas de odio en las siguientes generaciones de musulmanes o de guerrilleros izquierdistas que secuestran y martirizan con la falsa bandera de representar a Dios o al pueblo.
Ningún soldado debe cumplir órdenes cuando un superior le pide violar la ley. Hay que hacer lo que dicta la razón y el corazón.
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