Veo con admiración a quienes no se rinden con facilidad y pelean hasta el final cuando de preservar un amor se trata. También a quienes se entregan sin condiciones para que los demás sientan tranquilidad y seguridad.

Un acto de amor no es sólo pronunciar la frase “te quiero”, no es esperar a que la voz cálida la escuchemos de los demás, es manifestarla desde nuestro corazón para aliviar los sentimientos de otros.
No es sólo aguardar la mano amiga cuando la necesitamos, sino tender la nuestra a quien la requiera. No es ser espectador ante los acontecimientos que nos rodean, sino actores dinámicos que resuelven.
Ser tolerantes y bondadosos es el primer indicio de que nuestro espíritu tiene amor sin egoísmos. Amor por la vida, por los que nos quieren y por la pareja, relación que se construye entre dos.
Estas reflexiones me surgieron después de que publiqué en Facebook un pensamiento y mi hija lo comentó: “acuérdate que estamos viviendo la era individualista”. No está equivocada.
Los humanos nos hemos vuelto insensibles y narcisistas y al serlo somos despiadados con nuestra felicidad. Actuamos en forma egoísta y no miramos que los demás también necesitan amor y de paso, sacrificamos el bienestar propio y el de quien decimos amar.
También somos competitivos y lastimamos, muchas veces sin darnos cuenta, con la intención de alcanzar metas personales y objetivos secundarios sin ver el primario que es dar y recibir.
La regla individualista es: “primero yo, segundo yo, tercero yo”. Vivimos en soledad. Nos escudamos en los miedos y en las dudas para mantener a salvo nuestra egolatría y achacamos a los demás la responsabilidad de los fracasos.
El pensamiento que escribí en la red social, refiriéndome a los actos en general y que inspiró esta columna, dice: “el amor verdadero, honesto y sincero es fuerte y soporta vientos huracanados y tempestades que se interponen en el viaje de la vida. Quien, por las primeras lloviznas decide abandonar el barco, renunciar a defenderlo y refugiarse en una isla, actúa con egoísmo y realmente quizás nunca amó”.
El amor requiere sacrificios y no necesariamente deben ser dolorosos, sino hechos sencillos que marquen la diferencia. Las acciones simples de la vida, por ejemplo, preguntar al ser amado ¿cómo te sientes?, abrazarlo, escucharlo o reconfortarlo, vivifican la relación de pareja.
También lo es la caridad, dar una limosna o tenderle la mano a quien lo necesite. Un acto de amor es cumplir los deberes laborales, familiares y en el hogar. Alguien creyente me dijo que “en manos del Señor está todo”, incluyendo las cosas del amor. Si bien es cierto que el Creador está tras lo bueno, dejarlo en manos de Él, es una manera de rendirse y no luchar, cuando los hombres y las mujeres, con el libre albedrío que nos dio, tenemos el deber individual y colectivo de conquistar la felicidad por nuestros propios medios.
Veo con admiración a quienes no se rinden con facilidad y pelean hasta el final cuando de preservar un amor se trata. También a quienes se entregan sin condiciones para que los demás sientan tranquilidad y seguridad.
Dejemos en manos de Dios los grandes problemas del mundo y agradezcámosle cada segundo que nos da vida para ayudar y tender la mano al prójimo, desprovistos de personalismos, porque el amor y el egoísmo no conjugan.
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