No me opongo a las fiestas y a la diversión, siempre y cuando no violente los derechos de los demás y no ponga en peligro la seguridad de las personas.

A mi vecino, un anciano de Sarasota que viene a Miami ocasionalmente a hacer trámites bancarios, casi le da un patatús cuando tocaron a su puerta y al abrir había zombis.
Al escuchar los gritos histéricos me asomé al pasillo, preocupado por su salud y temiendo que él, confundido, se defendiera como lo han hecho otras personas en los Estados Unidos disparando a los supuestos muertos vivientes que los atacan.
Hace pocos días, en Montana, una joven hirió de un balazo en la pierna a un monstruo creyendo que se la comería y solo cuando escuchó los gritos adoloridos se dio cuenta de que era su novio de 20 años quien se disfrazó para asustarla.
En YouTube pululan los videos de falsos zombis. En Florida un par de jóvenes resolvieron espantar a la gente con tan mala suerte que una aterrorizada víctima también baleó al zombi, hiriéndolo de gravedad. Todo quedó grabado en video.
En Bangor, un pueblo en el estado de Maine, hicieron un simulacro en junio pasado con el fin de prepararse para un eventual ataque de zombis. En la risible maniobra participaron cientos de ciudadanos, policías, bomberos y hasta médicos.
Toda esa paranoia social, conjugada de manera perfecta con el espíritu superficial y frívolo de muchos estadounidenses, se acrecentó después de que un hombre en Miami devorara el rostro de un indigente, frenético por una nueva droga que se ofrece como sales aromáticas y se vende libremente en las estaciones de gasolina.
Con motivo de la pasada celebración del Halloween, inventada por la presión consumista para vender disfraces y dulces, se comprobó que estás fiestas se ponen fuera de control en todo el mundo. Las cifras de heridos, muertos y delitos son alarmantes porque la máscara se presta para cometer robos, violaciones y para encubrir a depredadores sexuales.
Recuerdo en épocas pasadas cómo salir a pedir golosinas con mis hijos era sano y sencillo. Pese a las quejas de la Iglesia Católica y grupos Evangélicos que veían esta celebración como un culto al demonio y a las hechiceras que lo idolatraban, no sucedían cosas tan horrendas, como la que ocurren hoy. En España, por ejemplo, varias chicas murieron aplastadas por una multitud en un espectáculo público, después de que alguien hiciera explotar una bengala en un recinto cerrado. ¿Por qué exponerse a peligros innecesarios?
En Latinoamérica, región experta en copiar costumbres y conductas extranjeras, se le llama día de las brujas y el evento es aprovechado por sectas para realizar actos satánicos. Por otra parte, a pesar de la pobreza, muchos padres se endeudan para complacer a sus hijos comprándoles el disfraz de moda.
Más que una fiesta pagana, el Halloween se ha convertido en un exagerado ultraje contra la misma sociedad. Es la propia comunidad que permite los exabruptos. Mi vecino todavía no se recupera. Lo único que recibió fue unas palmadas en la espalda de jóvenes malcriados, diciéndole: “We are friends, good neighbors”. ¿Amigos? ¿Buenos vecinos?
Estos muchachos me parecieron muy creciditos para pedir dulces en Halloween e irresponsables por asustar al viejito.
No me opongo a las fiestas y a la diversión, siempre y cuando no violente los derechos de los demás y no ponga en peligro la seguridad de las personas.
Deberíamos reflexionar para qué sirve agasajar a los demonios y a las brujas, como paganos irracionales y desquiciados, porque al personificarlos pudiéramos estar haciendo apología del mal.
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