
Todavía conservo el romanticismo en la relación de pareja, no perderé la esperanza de hallar un amor inmortal, aunque algunos seres humanos nacieron con un corazón artificial y quizás por esto no entienden el sentido real de amar para siempre.
Deberían castigar a los científicos por matar el romanticismo. Son obsesivos dándole sentido práctico y probado a los asuntos relacionados con la vida, cercenándonos el placer de idealizar amores, sentimientos y pasiones perdurables.
Para ellos, el corazón es una máquina que bombea sangre al cuerpo y no reconocen que poetas, compositores y líricos, inspirados en ese órgano, han plasmado maravillosos instantes de amor.
Cada vez que se divulga una noticia sobre avances médicos, siento que muere un poco la idea romántica de un amor que brota del alma.
Por ejemplo, hace algunas semanas un equipo de investigadores franceses mostró el primer corazón fabricado con materiales orgánicos. En un par de años se utilizará en trasplantes para pacientes que hayan sufrido infarto masivo o que no tienen acceso a uno humano.
¿Cómo se leería una inspiración poética cuando, al referirse al corazón, se diga que es de titanio o de material sintético? “Siento que tu titanio palpita dándome energía como el uranio”, escribiría un poeta mediocre.
Comentando con una amiga el trato displicente, quizás inconsciente, de los científicos en relación al corazón, me decía: “qué importa si es de plástico, titanio o de origen animal; finalmente han concluido que los sentimientos radican en el hígado”.
La teoría se basa en que cuando alguien “nos mueve el piso” es por el efecto de un proceso químico. El hígado suelta la hormona glucocorticoide, una especie de acumulador de energía. Al liberarse, junto a la adrenalina, hace que nos sintamos bien con la persona que nos atrae.
Desde los tiempos de Babilonia ya se creía que los sentimientos estaban en el hígado y el alma en el corazón. “Te amo con todo mi hígado”. “Te llevo en mi hígado”. ¡Qué grotesco suena eso!
Para acabar de asesinar el romanticismo, neurólogos han precisado que es un asunto cerebral, por el incremento de la hormona dopamina, el químico del amor, el cual produce sentimientos de satisfacción y placer.
Hay quienes no pierden la ilusión en el amor, como yo, y su inspiración en el corazón y reprochan a ciertos juglares que de alguna manera se han encargado de liquidar la esencia de ese sentimiento.
Por ejemplo, Enrique Jardiel Poncela, autor del libro “Amor se escribe sin hache”, expresa que “El amor es como la salsa mayonesa: cuando se corta, hay que tirarlo y empezar uno nuevo”. El escritor Jacinto Benavente aseguraba que: “El amor es como Don Quijote: cuando recobra el juicio es para morir”.
Otros ratifican que no importa si es en el corazón, el hígado o el cerebro donde se afinca el amor, porque finalmente no es perdurable. ¿Qué sentido tiene hacer promesas eternas si, de acuerdo a los científicos que desmitificaron el corazón y a ciertos escritores desesperanzados que lo mataron, el amor es efímero? ¿para qué luchamos tanto por él?
El amor muere y subsiste la costumbre, dogmatizaba uno de mis profesores de filosofía. Yo, que todavía conservo el romanticismo en la relación de pareja, no perderé la esperanza de hallar un amor inmortal, aunque algunos seres humanos nacieron con un corazón artificial y quizás por esto no entienden el sentido real de amar para siempre.
Estoy dispuesto a librar batallas de sentimientos ante esos escépticos en defensa de la ternura y los amores indestructibles.
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