Aunque mi cuñado me recalcó que era una dosis pequeña, me negaba a aceptarla porque me sentía como un adicto compulsivo, como quien no puede dejar de fumar o tomar un trago de alcohol.
Un cuñado, a sabiendas que yo llevaba dos años sin recaer en el vicio, me puso frente a mí, dejándola ver adrede, una burbujeante bebida.
Inicialmente la miré con desprecio, como adicto recuperado, pero al pasar los segundos mi rostro debió cambiar porque mi cuñado sonreía maliciosamente, como quien comparte la culpa de un pecado.
Comencé en la adicción a los 5 o 6 años. Ya no lo recuerdo. Con 25 centavos colombianos saciaba mi desenfreno. Podía consumir entre 15 y 20 dosis diarias. Frecuentemente me escapé a medianoche a la tienda de Don Leocadio para adquirir el vicio insaciable. ¡Viejo cómplice!
Cuando mi cuñado puso frente a mí la tentación, sentí un impulso incontrolable. Se agudizaron el olfato, la audición y el tacto, y en mi cerebro se multiplicaron sensaciones indescriptibles.
La primera fue al escuchar reventar las burbujas de tan delicioso refresco. La segunda, contemplar con lujuria el color caramelo del líquido y ver saltar afuera del vaso las diminutas gotas y la tercera, sentirlas mojar mis dedos índice y pulgar, cuando mi mano agarró el vaso con la intención de demostrarme que dejé el vicio.

Aunque mi cuñado me recalcó que era una dosis pequeña, me negaba a aceptarla porque me sentía como un adicto compulsivo, como quien no puede dejar de fumar o tomar un trago de alcohol.
Estaba en Cali, Colombia y el calor de la ciudad me hizo ceder ante la tentación: tomé un sorbo y el líquido quemó mi lengua y a mi mente volvió el pasado de cuando fui corresponsal en ese país y, usando mi posición favorecida, llevé a mi hijo Felipe al lugar donde fabricaban esa delicia. Allí mismo destapé la primera botella de la temporada navideña de 1998: una Coca-Cola helada, refrescante y recién hecha que rememoró en mí la chispa de la vida, un eslogan convincente.
Hace dos años dejé de consumirla y no fue por los rumores que dicen que tiene una dosis mínima de hoja de coca, sino por otras razones de salud. La Coca-Cola me estaba destrozando el estómago y me alteraba la presión arterial, por la cafeína, me dijeron los médicos.
Pero siempre me quedó la duda de por qué sentía tantas ganas compulsivas de beberla.
Muchas especulaciones se tejen alrededor de la Coca-Cola y sus intereses en las siembras de coca en Bolivia.
En el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada se supo que ese país exportaba 160 toneladas de hoja de coca para Coca Cola. Un vocero de la multinacional en Atlanta, en ese entonces, negó que usaran cocaína.
La respuesta es obvia, sería demencial que emplearan un estimulante del sistema nervioso central en la fabricación del refresco y que ningún gobierno castigara eso.
¿Pero, usan la hoja de coca? Dicen que ese ingrediente se retiró de la fórmula desde 1929, pero, el gobierno boliviano se pregunta: ¿por qué una compañía farmacéutica sigue comprando hoja de coca? Se envía a través de una compañía llamada Albo Export, que a su vez la entrega a una empresa en Nueva Jersey.
Un funcionario de Coca-Cola admitió que la hoja de coca todavía se usa en el proceso de la fabricación, pero es un ingrediente inocuo que no contiene el alcaloide, por lo tanto, según ellos, no genera adicción.
En 2005, Evo Morales puso el dedo en la llaga otra vez: “no es posible que sea legal la hoja de coca para Coca-Cola e ilegal para los pueblos Andinos”.
Sean verdad o no las especulaciones o una invención de los enemigos de las multinacionales de los Estados Unidos, yo desistí de la chispa de la vida porque hallé mejor tomar agua y jugos naturales, aunque en Cali, en aquel viaje, por culpa de mi cuñado, me eché “una canita al aire”… Pero sólo fue un sorbo, se lo juro.
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