El caso de Michael Brown abrirá otra vez el debate hasta dónde los policías podrán actuar como autoridad. Sería injusto con la sociedad en general que la comunidad afroamericana tuviera más derechos que los blancos y los hispanos.

La muerte de Michael Brown no es solo un asunto de abuso policial. Hay un trasfondo más doloroso de cómo en los Estados Unidos las heridas de la segregación racial continúan abiertas y cómo los ciudadanos de este país no han podido cerrarlas porque sienten vergüenza y un grado de culpa histórica, por una parte y por otra, porque las minorías afroamericanas se han usufructuado de ese pecado americano y por décadas han explotado y cobrado con creces, de manera económica, laboral y social, la ofensa humana del pasado.
La indignación que ha mostrado la comunidad afroamericana en Ferguson, Missouri, en parte justificada, tiene varias situaciones que preocupan: La primera es la acumulación de casos de abuso policial no solo en ese pequeño pueblo, sino a nivel estatal y nacional; la segunda, la delincuencia pandilleril incontrolada, causante de la mayoría de robos a tiendas y supermercados, asaltos a ciudadanos inermes y, en este caso, ejecutores de los saqueos y el vandalismo; y la tercera, la pérdida del respeto a la autoridad que se debate entre usar mano blanda para controlar la delincuencia o vivir o morir, como en el caso Brown, quien desafió al policía tratando de quitarle el arma y amenazando su integridad.
Todavía no se sabe y quizás no se sabrá jamás el contexto real en el que el policía se vio obligado a disparar contra Brown, pero incidentes como este ocurren a diario en los Estados Unidos, donde un oficial de la policía tiene que tomar una decisión en segundos, porque su humanidad física está en riesgo.
Estadísticamente la mayor parte de los casos son contra blancos, pero los más publicitados, por obvias razones, es cuando están involucrados negros y raramente hispanos.
Recordemos lo que sucedió con Israel Hernández, un joven colombiano de 18 años que murió en agosto de 2013, cuando la policía de Miami Beach utilizó una pistola eléctrica para detenerlo. En ese caso los policías se excedieron. No era necesaria tanta fuerza para capturar a un joven flacuchento que solo había escrito un grafiti en una pared. Los fornidos oficiales se rieron de él como su fuese el gran trofeo. ¿Quién protestó? La familia y un grupo limitado de amigos.
Brown, el joven de Ferguson, no tenía récord criminal, pero sin lugar a dudas fue un joven muy mal portado. Era sospechoso de haber robado con violencia una caja de puros en una tienda. Cuando los agentes lo hallaron, obstaculizó el tráfico, se resistió al arresto e intentó quitarle el arma al oficial de policía. Una de las autopsias hechas a Brown reveló que había fumado marihuana.
Las heridas raciales seguirán abiertas en los Estados Unidos porque a los activistas y a la comunidad afroamericana les conviene mantenerlas de esa manera para continuar recibiendo los beneficios que comenzaron a ganar después de la firma, en 1963, del Acta de Derechos Civiles que supuestamente erradicó el racismo.
Los blancos consideran como el evento más importante del siglo 20, mientras los afroamericanos creen que las diferencias interraciales siempre existirán. Ellos jamás olvidarán porque el daño fue muy profundo.
El caso Brown abrirá otra vez el debate hasta dónde los policías podrán actuar como autoridad. Sería injusto con la sociedad que la comunidad afroamericana tuviera más derechos que los blancos y los hispanos.
Lo más grave de esto es que las minorías se vuelven intocables. Cualquier acción para contrarrestar delitos podría ser considerada como racista, lo cual les da una virtual libertad e impunidad de hacer lo que se les venga en gana.
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