Lo que ocurre en la Selva Amazónica y en los bosques andinos es un verdadero “ecocidio” silencioso.

Hace pocos días un colega me contó escandalizado que en una fiesta en Miami ofrecieron líneas de cocaína en bandeja como si fueran canapés.
Más perturbado quedó cuando el anfitrión, a quien él respetaba, enrolló un billete e inhaló el polvillo blanco con la destreza de un consumidor consuetudinario.
En algunas reuniones “de sociedad” esta práctica es común y aceptada en contubernio colectivo.
Le dije al compañero que la próxima vez que viera una situación así les advirtiera a esos esnobistas que, además de ser cómplices de la criminalidad y los muertos que genera el narcotráfico, prácticamente están inhalando en forma paulatina las selvas y los bosques tropicales latinoamericanos.
“Cuando una persona aspira una línea de cocaína se está cargando tres metros cuadrados de bosque virgen”, denunció Rómulo Pizarro, presidente de la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas –Devida- de Perú.
Un cálculo oficial estima que en las últimas cuatro décadas el narcotráfico ha convertido en desierto 2,5 millones de hectáreas de la selva amazónica peruana.
Para sembrar una hectárea de coca se deforestan entre tres a cinco hectáreas de bosques.
Es un daño que no es tangible para los citadinos, por lo tanto no duele ni preocupa.
En Colombia, por ejemplo, 3 millones 200 mil hectáreas de selvas han sido devastadas y recuperarlas tardaría 150 años.
Los narcotraficantes talan los bosques, dejan secar el terreno y le prenden fuego. De por sí, el suelo del amazonas es casi improductivo, es muy ácido para la siembra común; con pocas cosechas de coca la tierra deja de ser útil y entonces los narcos se desplazan a otro lugar, haciendo igual menoscabo.
«Todas las fases de la producción de cocaína son nocivas y constituyen una especie de paquete anti-ecológico que atenta contra el ecosistema de los bosques y la biodiversidad», dice Alex González, presidente de la organización no gubernamental Alternativa Verde.
Lo que ocurre en la Selva Amazónica y en los bosques andinos es un verdadero “ecocidio” silencioso, pero esta triste realidad no frena el consumo de drogas ilegales, el cual está aumentando con desenfreno en los países productores, pero en especial en los Estados Unidos.
La evidencia es palpable. Un estudio reciente de la Asociación de Químicos de este país reveló que el 90 por ciento de los billetes contienen rastros de cocaína.
Las jovencitas la usan para adelgazar y se consigue en los sanitarios de las escuelas sin dificultades.
En ciudades como Weston, Florida, donde viven familias que han sufrido directa o indirectamente las consecuencias criminales del narcotráfico, el uso de alcaloides está en uno de los niveles más altos.
Un agente de la DEA me confió que esa fuerza antidrogas resolvió trasladar sus cuarteles del sur de la Florida a Weston por ese índice sobrecogedor de comercio y drogadicción.
Si los viciosos no miden las consecuencias del daño propio en su salud, mucho menos les importa el desastre ecológico que causa su adicción y seguirán inhalando la selva sin consideración. Pero quienes realmente deberían responder son los gobiernos, sin embargo, funcionarios corruptos no permitirán encauzar la lucha para combatir el consumo porque es el lucro primario del negocio maldito que los hace ricos.
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