La arrogancia y un mal humano

La arrogancia de la gente con poder o la que se cree tenerlo, no es sólo un pecado, sino una actitud que hace mucho daño y que no permite que las empresas avancen, que las familias prosperen y pone límites a los pueblos para que se desarrollen. Es una guerra de clases sociales que lastima a unos y otros.

La arrogancia en el ser humano

Sentado como un sapo hinchado don Gabriel dirigía la sala de redacción del periódico creyendo ser el rey de su propio feudo.

A sus empleados les hablaba con petulancia sin esconder el propósito de hacerlos sentir seres humanos insignificantes. A sus hijos y a su esposa los trataba con desprecio y a la gente que se le acercaba agachando la cabeza, por la degradación que él causaba, la humillaba sin vergüenza.

Don Gabriel fue un jefe que tuve cuando hacía mis primeros pinitos como reportero, en Cali, Colombia.

Su actitud denigrante nunca la he podido borrar de la mente y no porque me hirió, sino porque ese mal ejemplo me sirvió para recapacitar sobre cómo las personas adolecemos de humildad.

Muy poca gente rehúsa la soberbia. Cada ser humano doblega a otro a su nivel. Siempre que se tenga la posibilidad de sentirse grande, la tendencia es humillar, pisotear a los subalternos y agraviar.

Lo hacen los maridos machistas; los padres dominantes; los estudiados contra los iletrados; los jerarcas de la iglesia que se creen Dios en la tierra y los jefes que presumen magnanimidad, pero actúan como malos seres humanos cuando se trata de dar órdenes a los que los rodean.

Veo arrogantes en los aviones cuando, sentados en primera clase, miran con desmerecimiento a los que pasan a su lado hacia la cabina de turista. Veo arrogantes a los nuevos ricos que alguna vez fueron pobres. Veo arrogantes a las mujeres vanidosas que por su belleza creen tener el derecho de humillar a las que no lo son tanto. Veo arrogantes a quienes lucen joyas costosas, trajes caros y conducen autos suntuosos, mientras muchos de sus conocidos, familiares o amigos tal vez no tengan con que comer ese día. Veo arrogantes a los jefes envanecidos que se atragantan de poder y dan órdenes a veces inocuas y no admiten sus errores.

La indiferencia es arrogancia. Es un mal humano. Es una enfermedad.

Contagia a los gobernantes; a los militares que creen que el usar uniforme los hace más fuertes; a los dirigentes políticos y a quienes tienen la obligación de servir al pueblo y no lo hacen, por el contrario, se aprovechan del cargo para seguir humillando.

La arrogancia de los gobernantes, o de los jefes, o de los padres, provoca, en parte, miedo de los hijos a enfrentar la vida, incompetencia laboral de los empleados, inconformidad social, rebeldía subversiva, violencia descontrolada y crimen.

En alguna ocasión le pregunté a un secuestrador por qué no sentía pesar por la víctima que encadenó por diez meses y respondió: “porque es un rico arrogante”. Se vengó al someterlo.

La arrogancia de la gente con poder o la que se cree tenerlo, no es sólo un pecado, sino una actitud que hace mucho daño y que no permite que las empresas avancen, que las familias prosperen y pone límites a los pueblos para que se desarrollen. Es una guerra de clases sociales que lastima a unos y otros.

Don Gabriel fue un hombre solitario. En su casa nadie se atrevía a acercársele y sus hijos pocas veces recibieron caricias ni amor. Él murió en la soledad sin consuelo y en una conversación que tuve semanas antes de su partida dijo: “nadie se atrevió a bajarme del trono”. Pocos lloraron su muerte.

Tener más dinero que los demás o el don de mandar es un privilegio que debería usarse para servir al prójimo. Es bueno acostarse en la noche sin el peso de la conciencia de haber humillado, maltratado o de haberse creído el soberano de un reino falso.

Raúl Benoit
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Raúl Benoit

Periodista y escritor colombiano de origen francés. Se ha destacado en televisión latinoamericana, como escritor de libros y columnista de periódicos del mundo.

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