Un ciudadano amable ahora es visto como anacrónico y anticuado y escapa de ser linchado cuando es cortés y servicial. Pareciera como si ser civilizado fuera un pecado.

Cuando hablamos de valores ciudadanos, la tolerancia es uno de los más preciados, pero, algunas personas, apoyadas en ese privilegio, ignoran adrede otras obligaciones humanas como la ética y la moral.
Ser tolerantes es bueno pero hacerlo sin reglas y de forma insensata puede ser malo para el equilibrio de la sociedad y podría lastimar el derecho particular de quienes tienen otro estilo de vida, respetable mientras no violente el derecho ajeno. Hay casos en los cuales afecta las relaciones personales y sociales e incluso pudiera poner en riesgo la seguridad física y la vida.
La conducta pública debe dar un buen ejemplo, tanto como el comportamiento privado frente a la familia o a los compañeros de trabajo, porque de allí se deriva otro de los equilibrios importantes de la sociedad: el respeto.
Lamentablemente, por motivos individualistas, hoy día el proceder de alguna personas se centra en la intolerancia y el atropello, argumentando que tienen derecho a exigir tolerancia frente a sus actos.
Hablan en alta voz por celular estando en público; no respetan a las personas mayores ni a los niños y agreden a los débiles para imponer sus reglas.
Hoy día se cuidan más las mascotas que al prójimo, por ejemplo.
La pretensión de tolerancia nos obliga a aceptar a regañadientes que el vecino tenga un perro bravo, por el cual muchas veces tenemos que bajarnos del andén en un barrio residencial o arrinconarnos en un elevador del edificio para evitar que saboree un trozo de nuestra pantorrilla, o en otros casos, debemos soportar que haga suciedades donde el animalito le plazca. Esos dueños de mascota son intolerantes como los que las aborrecen.
También son intolerantes los conductores bravucones que provocan accidentes cuando se sienten agredidos porque reducimos la velocidad para dar paso a otro carro o a una persona o los que compiten para llevar la delantera.
Un ciudadano amable ahora es visto como anacrónico y anticuado y escapa de ser linchado cuando es cortés y servicial. Pareciera como si ser civilizado fuera un pecado.
Por otro lado, la exigencia de tolerancia se ha convertido en un símbolo para cruzar la línea entre el derecho de las minorías y el bien común. Quienes se muestran abiertos con la comunidad gay son aplaudidos por ellos y vistos como gente moderna, pero, los que piden que las expresiones excesivas de amor o eróticas las circunscriban a su ámbito íntimo, son calificados de intransigentes y hasta homofóbicos.
¿Por qué no tener indulgencia también con quienes prefieren que sus hijos no reciban ese mensaje hasta que tengan una edad adulta?
La tolerancia a veces es nociva en la pareja. Por ejemplo, en una relación donde uno de los dos sea violento y la víctima aguante los golpes la hace cómplice del ultraje físico y sicológico. Esa resignación es enfermiza.
Tolerar a un fumador insolente en público es malo para la salud. Tolerar a un adicto a las drogas o alcohólico, solo por no perderlo, es dañino para el alma, conlleva a sacrificar la felicidad y finalmente se pierde hasta la dignidad.
Uno de los errores más comunes de la sociedad es tolerar el delito, como el narcotráfico. Es muy fácil cruzar la línea de lo legítimo a lo ilegal, por codicia. Hace más de 20 años, el amor ciego llevó a la diva colombiana Virginia Vallejo a tolerar a un delincuente y asesino como Pablo Escobar, quien era su amante.
El periodismo deportivo, sabiendo que los narcos financiaban los equipos de fútbol, se hicieron los de la vista gorda frente a los crímenes y el terrorismo. Un colega y amigo que se usufructuó de los carteles de la droga, Esteban Jaramillo, admitió que en Colombia existió el «Delito masivo de tolerancia».
La tolerancia no es un valor a la medida, dosificado de acuerdo a la conveniencia. Debe ser una norma colectiva para beneficio individual y familiar, pero con respeto a toda la sociedad.
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