Vale la pena poner en armonía nuestro espíritu. Que la caridad sea lo primero. No dañemos premeditadamente a los demás. No hagamos trampa ni engañemos con el pretexto de que es por el bien propio o de alguien más.
Pareciera que se venera la violencia. El crimen y el odio que ven a diario en los medios de comunicación, en el cine o lo practican en los videojuegos, algunos lo quieren imitar como autómatas, soñando con hacer parte de ese universo sangriento, irreal e impasible, el cual copian a manera de desahogo de sus rencores contra algo o alguien.
Hay quienes estimulan a los niños para que se conviertan en los amos del consumismo. Al ser cómplices de esa perversidad, forman generaciones frías de espíritu, que lo único que desean es lo material.
La depresión post-navideña, es un estado de ánimo en el cual preferimos no pensar cuando visitamos tiendas en diciembre gastando lo que no tenemos y comiendo desaforadamente los platos y los postres que, como una tentación, sirven familiares y amigos en las reuniones decembrinas.
No matemos la magia de la navidad aunque nuestro bolsillo esté vacío. Un abrazo y una sonrisa son suficientes.
Reflexionemos que antes de dar cosas materiales, debemos entregar afecto. Este año, como el anterior, prometí no dar regalos a mis hijos, sino cariño y amor; ellos aceptaron mi propuesta con gratitud y desinteresados.
Nunca debemos juzgar a nadie por su condición, aunque la piel de ciertas personas como esa niña, esté manchada para siempre con color ocre, adquirido por el sol y el polvo de la calle y lo cual la estigmatiza injustamente como indigente, drogadicta y hasta peligrosa.