
Recostado en una hamaca frente a una playa en el norte hondureño, bajo una enramada de caña y palmera, disfruté con placer la brisa marina y el sonido arrullador de las olas quebrándose en la arena. Ese ambiente paradisíaco, me llenó de alegría porque, además, estaba en medio de una comunidad maravillosa, integrada por personas de raza negra, conocidos como los Garífunas, Caribes Negros o Garinagu, cultura descendiente de africanos.
En el horizonte en ese mar azul divisé a un grupo de pescadores terminando su jornada, labor para ellos primordial porque dependen de la pesca, la cual llevan a cabo usando sedales manuales, redes y canoas ahuecadas. Supe que casi todos los pueblos Garífunas se autoabastecen y los miembros de la comunidad jamás malgastan la naturaleza.
Viajé por primera vez a esa comunidad en agosto de 2000, para hacer un reportaje de televisión sobre ellos y quedé hechizado sobre su estilo de vida tranquilo; parecían detenidos en el tiempo, pero su gente estudiada y culta me deslumbró con sus conocimientos modernos.
Me regalaron una danza típica con tambores y voces femeninas angelicales y un ritual de chamanes, esforzándose para alejar los malos espíritus que, según ellos, pretendían hacerme daño.
La cultura Garífuna puebla desde Belice, México, hasta Guatemala, Honduras, Nicaragua y algunas islas del Caribe y se cree que sobrepasan el medio millón de personas. A Honduras llegaron hace 210 años, el 12 de abril de 1797, cuando los ingleses decidieron abandonar a su suerte a los esclavos negros, que ya poblaban muchas regiones desde 1635, cuando dos barcos españoles naufragaron.
Dicen que los Garífunas persisten casi intactos a la influencia de la tecnología y el progreso arrollador, pero tristemente no se han librado de un flagelo que acosa a su pueblo en forma letal: el sida.
De acuerdo a una encuesta realizada por la Secretaría de Salud en 2006, cada año se reportan, en todo Honduras, al menos mil casos nuevos, documentados de Sida o VIH. Este país ocupa el primer lugar en Centroamérica, de casos registrados. Hasta julio de 2007, el número oficial de personas infectadas llegó a 24 mil, aunque un dato extra oficial sube la cifra a 61 mil casos. El 52 por ciento son mujeres en los que califican como la “feminización” de la epidemia. El mayor número pertenece a los Garífunas. Se estima que en esa comunidad de cada 100 mujeres cinco estarías infectadas de sida y hombres serían tres.
Deben admitirlo sin vergüenza para que haya cuidado y se apliquen medidas de emergencia y contrarrestar el avance de esta extraña enfermedad que, para algunos teóricos, se escapó accidentalmente de un laboratorio de pruebas de armas biológicas.
Cuando viajé en el año 2000 a Honduras, también hice un reportaje sobre la alta incidencia de sida o VIH en San Pedro Sula. Ahora las cifras se han disparado. Recuerdo que grupos de trabajo social unían esfuerzos por enseñar a las prostitutas a usar condón. Me enteré que muchos Garífunas ya sufrían la enfermedad. Sospeché que tal vez fue propagada por el turismo. Me molestó, en aquel tiempo, la influencia de la iglesia católica, prohibiendo usar condón, como método anticonceptivo, porque era pecado. ¿Prefieren propagar la muerte?
Quiero volver a San Pedro Sula y mirar el inmenso mar azul caribeño, mecerme en una hamaca y tomarme un coctel preparado con néctares autóctonos y menjurjes, disfrutar de la belleza de sus paisajes y su cultura y gozar de otra danza con cánticos africanos. No quiero que se apaguen mis amigos Garífunas; no deseo ver la muerte caminando por sus tropicales playas.
¡Por favor, ayudemos a los Garífunas a extirpar este mal!
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