Quien aprenda desde niño a gestionar para bien sus emociones será más feliz de adulto. Pueden capacitarnos en matemáticas, geografía, ciencias e historia, pero si no nos enseñan a amar, a complacer y complacernos, a compartir y a expresar las emociones, seremos adultos aburridos, antipáticos y llenos de amargura.

Cuando niño en el colegio me encajaron en la cabeza una idea perturbadora: que si reíamos hasta el cansancio, una desgracia sucedería. Era como si el Universo nos multase por ser felices. La felicidad era prácticamente prohibida en las escuelas, en las iglesias y hasta en los hogares. El dios que castigaba era una amenaza latente.
Pasaron los años y desperté de ese miedo a ser feliz y entendí que la enseñanza la impartían con dolor y sufrimiento con un solo fin: todo hacía parte de un complot de la misma sociedad que nos condenaba a una vida de confusiones y manipulaciones. Nos encarcelaba en un entorno donde había que sentir temor constante; no podíamos reír porque la risa traía desgracias. La felicidad era un privilegio de unos pocos y sentirla sin permiso podría lastimarnos.
Así se crecía en esos tiempos en comunidades que siempre esperaban que una tragedia estaba por venir. Que si ganabas un premios o un concurso, después el universo nos cobraría con desdichas. Que si reías, llorabas.
Sospecho que la creencia, muy en el fondo, no ha sido desarraigada de nuestras mentes. Para mantenernos postrados, el sistema nos convierte en seres humanos estándares. Por ejemplo, somos máquinas consumistas. Cómo vestir es una decisión individual, pero nos obligan a estar a la moda. Nos encuadran dentro de un esquema social, político, religioso y ahora comercial que, por lo general, nos lleva a la tristeza, porque si no tenemos lo que otros tienen, somos infelices.
Otro paradigma es que los machos son los proveedores y las hembras reproductivas se encargan del hogar. Antes los hombres tenían derecho a divertirse, a tomarse unas cervezas el viernes y llegar borrachos a las casas, mientras las mujeres vivían encerradas en el hogar castigadas en sufrimiento.
Nos creemos seres inteligentes, pero nos regimos por muchas reglas primitivas.
El que se salga de esa norma es considerado rebelde, pero la rebeldía no es sinónimo de fracaso o infelicidad. La rebeldía con raciocinio, diálogo y respetando a los demás, es uno de los caminos a la libertad y al bienestar.
De cierta manera la educación basada en la restricción de libertades fue creada por sistemas políticos y sociales para impedir que las personas pensaran de forma independiente. La intención es mantener al rebaño sometido para poder seguir mandando. La democracia es un simulacro en donde la felicidad jamás es parte de las propuestas, ni en la ciudad, ni la empresa donde trabajas y mucho menos en el hogar.
Los papás son la ley y tienen la última palabra. En mis tiempos ellos no se atrevían a expresar el amor con caricias porque, tal vez, guardaban en su corazón ese miedo a ser felices. Suponían que mimar generaba una mala educación y que los hijos nos podríamos convertir en seres débiles. El resultado es una sociedad mecánica, sometida y hasta resentida.
Lo que no hemos aprendido o nos negamos a admitir es que el amor, el respeto y el buen trato, son las primeras herramientas para conseguir la felicidad. Un adulto, emocionalmente estable, se logra en un medio ambiente sano y con una infancia nutrida de amor, cariño y aceptación de otros seres humanos y mucho mejor si ese amor proviene de los padres.
Quien aprenda desde niño a gestionar para bien sus emociones será más feliz de adulto. Podemos capacitarlos en matemáticas, geografía, ciencias e historia, pero si no les enseñamos a amar, a complacer y complacerse, a compartir y a expresar las emociones, serán adultos castrados de felicidad, aburridos, antipáticos y llenos de amargura.
Para mejorar la sociedad hacia el futuro, los maestros y los padres debemos proponer y no imponer. La disciplina no debe ser autoritaria, debe ser funcional. La disciplina no es sumisión, es saber convivir.
Cambiemos la educación en el hogar y en el colegio. Que no sea tan estricta y tan disciplinada. A los niños y jóvenes se les tiene que dejar actuar de forma espontánea. Que manifiesten su creatividad y el libre desarrollo de la personalidad y que entiendan que dar y recibir amor, reír y ser feliz no será castigado, porque la felicidad es un derecho humano y es una de las riquezas de una sociedad sana.
- Bajo censura, prefiero no escribir - febrero 28, 2015
- Carta a Nicolás Maduro - febrero 21, 2015
- ¿Los indignados al poder? - febrero 14, 2015