La claudicación no es una actitud que la ciudadanía espera de los periodistas.

No borro de mi mente la pregunta del Diario de Juárez, hace un par de semanas, al crimen organizado: “¿Qué quieren de nosotros?”. Dos de sus fotógrafos fueron atacados, uno de ellos murió.
Juárez, es una de las ciudades más violentas de México, donde los carteles del narcotráfico se disputan el poder.
Dudo que los verdugos oigan la súplica. Hace poco viajé allí y entrevisté a un sicario, aterrándome su frialdad. Un muerto en vida, asido a la droga, la codicia y el odio social. Un ser así no entiende razones ni los ruegos le tocan el corazón.
La pérdida de valores morales, la tergiversación de la fe y la disgregación de las familias, son un menú ideal para que la industria del sicariato prospere y sea usada sin cordura por narcos, políticos corruptos, empresarios que protegen sus intereses e incriminados en denuncias.
El periodismo está siendo agredido en forma letal en por los menos 33 países del mundo. En estos días, la Campaña Emblema de Prensa –PEC- (siglas en inglés), denunció que 90 periodistas han sido asesinados este año. El no muy honroso primer lugar se lo lleva México con 13 muertos. Después le siguen Honduras y Pakistán con 9 cada uno. Colombia ha perdido a 3.
Frente a esto no concibo cómo algunos califican al “Diario de Juárez” de cobarde. Refuto con la frase “el cementerio está lleno de valientes”.
La pregunta a los delincuentes ¿Qué quieren de nosotros? la interpreto como impotencia. El trasfondo es un reclamo a los regímenes y a las leyes inoperantes.
Vergonzosa respuesta del gobierno de Felipe Calderón condenando a los periodistas al decir: “cualquier actor de la sociedad no puede negociar o promover una tregua con el crimen organizado”. Entonces, ¿Qué hacen ante la ineficacia del Estado?
Los funcionarios, protegidos por ejércitos de escoltas, no corren riesgo de muerte como los reporteros que no ganan suficiente para comprar carro blindado y chaleco antibalas.
El editorial del Diario también es una demanda a la apatía de la sociedad que comienza a ver la violencia como si fuera cine, sin percibir el escenario real. Algo parecido ocurrió en Colombia en la época del narcoterrorismo; nos cegó un sopor colectivo causado por la saturación de noticias violentas, hasta que reaccionamos.
El escrito marca el profundo vacío que hay en la libertad de expresión y la falta de garantías legales para los que ejercen el oficio donde no se respeta este derecho. Ante el desafío, algunos colegas huyen y en ciertos casos se obligan a la autocensura. Quien pierde es la opinión pública, que debería vigilar y defender el privilegio a estar bien informada.
La claudicación no es una actitud que la ciudadanía espera de los periodistas, pero los peligros que muchos enfrentan cara a cara son peliagudos.
Sería insensato recomendar resistir a los colegas que están frente a la batalla, arguyéndoles que rendirse es ceder ante los verdugos. No hay que tomar riesgos extremos; somos más útiles vivos, por lo tanto hay que guarecerse en las trincheras de las palabras y la verdad, las cuales, usadas con respeto y responsabilidad, son las mejores armas de la sociedad civilizada.
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