Ella se preguntó ¿Quiénes realmente pagan los platos rotos cuando existe un gobierno totalitario? La gente pobre, que siempre lo ha sido porque ningún gobierno capitalista o comunista se ha preocupado realmente por ella.

Alejandra, quien regresó a su país de Miami por unos días, tenía la plata para comprar carne y leche pero no consiguió nada de eso en el supermercado. Soñaba comerse un lomito de res jugoso y un sorbete de mango como lo hacía fácilmente una década atrás.
Su sorpresa fue mayúscula cuando se enteró que también escasean los huevos y otros productos básicos de la canasta familiar.
La mayoría de periodistas de su tierra no informan sobre esa carencia de alimentos porque tienen miedo de perder el sustento.
Ella se preguntó ¿Quiénes realmente pagan los platos rotos cuando existe un gobierno totalitario?
Analicemos:
La gente pobre, que siempre lo ha sido porque ningún gobierno capitalista o comunista se ha preocupado realmente por ella, ahora está contenta al tener la esperanza de que algún día su mecenas la saque del hoyo. No importa que siga comiendo lo que sabemos y que las mentiras de un socialismo artificial le alimente la ilusión. Eso es lo único que le llenará el estómago por el momento: nada.
Los ricos no sufren porque se fueron a Miami sacando parte de su capital.
Quienes padecen el impacto son los miembros de la clase media y media baja, a la cual pertenece sin nada orgullo mi amiga. A ese grupo se le denomina el sándwich social de Latinoamérica y con frecuencia resiste subyugado cuando surgen gobiernos dictatoriales, especialmente los que pretenden aplicar ideologías sospechosas como el socialismo del siglo XXI.
Este grupo social le toca quedarse en sus naciones porque no consigue visa o simplemente no le alcanza la plata por el colapso financiero provocado por las irracionales medidas económicas nacidas del neo-comunismo.
La escena que describo no es en Cuba, sino en Venezuela, donde el auto-nombrado “promotor de las libertades ciudadanas y defensor de la democracia latinoamericana”, Hugo Chávez, tiene contra la pared a los que podrían denunciar estas atrocidades (la prensa, por ejemplo) y compró las conciencias de los que deberían defender los derechos del pueblo y por ende la justicia social (los dirigentes y militares).
Chávez pregona a los cuatro vientos que su socialismo es democrático, pero muchos sabemos que su plan fue un golpe de Estado soterrado, utilizando mañosamente la constitución de su país para cambiar la misma Carta Magna, con artículos redactados desde La Habana, con el propósito de expandir una revolución falsa, peligrosa, ególatra y totalitaria, que se expande como un cáncer en el continente.
Me preguntó Alejandra decepcionada: ¿Cómo se atreve Chávez a cuestionar a Honduras y a exigir libertades ciudadanas, cuando en Venezuela él manipuló elecciones para aferrarse al poder y nacionalizó empresas productivas convirtiéndolas en negocios particulares, con el fin de seguir financiando sus proyectos socialistas, engañosamente “democráticos”? Esa es una de las razones por las cuales escasean alimentos en los supermercados, concluyó.
Le respondí que los hondureños lo que hicieron fue darle un batazo a su revolución bolivariana.
Y siguió con sus preguntas: ¿Cómo se atreven él y sus camaradas a exigir libertad de prensa en el resto del continente, mientras enfila baterías contra centenares de emisoras de radio y televisión y aumenta las amenazas a los medios impresos, estrategia que entró en vigencia el viernes 10 de julio de 2009? ¿Eso es lo que quieren para Honduras?
¿Qué pasaría si a esos pro neo-comunistas les callaran la boca, como lo han hecho los hermanos Castro contra las voces opositoras, encarcelándolas, y Chávez en Venezuela cerrando medios y nacionalizando empresas? Quisiera saber qué van a sentir cuando les impidan gritar: ¡Viva la libertad! ¡Viva la democracia!
Me gustaría mucho que los que apoyan ese neo-comunismo en Latinoamérica, como el admirador de Fidel Castro, José Miguel Insulza, secretario general de la Organización de Estados Americanos –OEA-, convertido en un hombre miedosamente parcializado hacia una ideología política que amenaza a América, recorran las tiendas de algunas ciudades venezolanas y se metan a los mercados habaneros, como lo hice yo, para darse cuenta que el lomito de res jugoso que apetece comer Alejandra sólo se encuentra en los países democráticos, libres y autónomos.
Algunos me dirán que en Latinoamérica muy pocos pueden comprarlo y que para hacerlo tienen que trabajar duro. Mi respuesta es: !cierto!, pero !qué bueno luchar con honradez para comer ese lomito, pero en libertad!
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