El consumo crece en forma alarmante en las escuelas de Nueva York, Florida y California, donde atraen a “clientes” con “muestras gratis” para niños y adolescentes.

Un amigo escritor, siendo gobernador del Valle en Colombia, Gustavo Álvarez Gardeazábal, recriminó a los estadounidenses por la complicidad ante el problema del narcotráfico: “gringos periqueros”, les dijo a finales de la década de los 80.
Se refería al exagerado consumo de cocaína en Estados Unidos y a la lucha blanda para contrarrestar a las bandas distribuidoras de drogas en esa nación.
En Colombia se le llama popularmente “perica” o “perico” a la cocaína. También le dicen “polvo de ángel”, aunque yo lo llamo el polvo del demonio.
Mis paisanos se escandalizaron y hasta persiguieron políticamente a Gustavo, llevándolo a la cárcel por “enriquecimiento ilícito”, una falsedad que le arruinó su vida. Le temían porque él estaba de acuerdo con legalizar la droga y a favor de negociar la rendición de los carteles de su región.
Ese tema todavía es un tabú para mucha gente, en especial los dirigentes de Latinoamérica, donde las presiones políticas del gobierno estadounidense no dejan expresarse en forma libre sobre el asunto.
A quienes se atreven a pedir la legalización los señalan; un ejemplo fue el ex Fiscal General de Colombia Gustavo de Greiff, acusado de favorecer al Cartel de Cali.
La secretaria de Estado Hillary Clinton, de visita en Guatemala, donde los carteles mexicanos y colombianos están echando raíces como puente de comercio y transporte de cocaína y heroína hacia su país, dijo esta semana: “sabemos que somos parte del problema del narcotráfico en América Latina”.
Esto no se resuelve con pañitos de agua tibia, aunque es un buen comienzo que lo admita. Se remedia en el momento en que Estados Unidos acepte que es el principal consumidor de droga y en donde más del 70 por ciento de las ganancias del narcotráfico se quedan en su sistema financiero, inmobiliario y bancario.
En Wall Street ciertos empleados no sólo compran cocaína para mantenerse alertas, sino que allí se mueven grandes sumas de dinero que son lavadas, convirtiéndolas en capitales legales.
Lo más desgarrador, si Clinton no lo sabe, es que el consumo crece en forma alarmante en las escuelas de Nueva York, Florida y California, donde atraen a “clientes” con “muestras gratis” para niños y adolescentes. Y no estoy hablando de escuelas de afro americanos o hispanos, sino en donde asisten estudiantes vulnerables, casi todos, que pudieran ser clientes, sean blancos o de cualquier raza.
Estas mafias no se detienen porque no poseen moral. Popularizan la idea de que las droga blandas, como la marihuana, no son malas, con el fin de encaminar a sus “usuarios” hacia el consumo de las duras, la cocaína y la heroína.
Aunque lluevan críticas lo mejor que harían los países donde se vive de y con las drogas, es estudiar la legalización que no es venderla como si fuera licor o cigarrillos en las calles y tiendas. Es controlar el cultivo, el comercio y el consumo dentro de las leyes y normas que rigen la economía, la sociedad y los Estados. Es tomar medidas, no solamente policivas sino educativas.
Recuerdo al Demócrata Kurt Schmoke, varias veces alcalde de Baltimore, quien consideraba desde 1989, que se debían dar pasos hacia la legalización, quitándose sentimentalismo con el debate antidrogas: “el esfuerzo del Gobierno estadounidense no ha dado el fruto”.
Han pasado más de 20 años y mucha sangre ha corrido y el negocio del demonio sigue prosperando.
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