Las palabras comenzaron a cautivarme cuando rondaba los 10 años de edad. En aquel tiempo, tan sólo el olor a la tinta recién impresa en el papel periódico o el sonido de una rotativa de prensa me seducían.
Fue cuando aprendí a venerar este oficio de periodista y escritor.

Descubrí que detrás de esa atracción simple poseía un deseo intenso de expresarme. Entendía, románticamente, que el periodismo debía ser un servicio a los demás y que mediante las palabras, con la verdad y la honestidad, haría cosas grandes para ayudar a la gente.
Pero, después aprendí crudamente que en muchos medios de comunicación, con frecuencia, se prohibía decir toda la verdad.
Entonces, la ingenuidad, la inocencia y el idealismo periodístico los fui perdiendo, como quien pierde la virginidad en una noche ausente de amor y desprovista de pasión, sin derecho a réplica.
De pequeño escribía un periodiquillo de barrio que alquilaba a los vecinos, el cual ellos lo leían más por indulgencia que por interés de informarse de las noticias de la barriada.
Esos lectores casuales y espontáneos fueron, en parte, mis primeros maestros, porque ellos mismos me pedían qué tipo de noticias querían leer: por ejemplo, en vez de escribir que fulano llegó borracho a su casa, preferían que relatara una crítica al alcalde local, para que tapara los huecos de la calle principal.
Después vinieron las “grandes ligas”: periódicos de verdad, radio y televisión. Allí también tuve maestros positivos, pero en forma lamentable algunos negativos. Paradójicamente las mejores enseñanzas fueron las proporcionadas por esos profesores que me abrieron los ojos dándome malos consejos y malos ejemplos.
Un día me asignaron investigar, para un periódico local, una red de corrupción en un pequeño pueblo anexo a Cali, Colombia, mi ciudad natal. Descubrí que un grupo de Concejales aceptó dinero para permitir instalar casetas de ventas de comida, licor y refrescos, en un parque público, lo que dañaba el medio ambiente, la estética y la tranquilidad.
Los dueños del periódico me impidieron publicar la crónica, con la equivocada razón de que nunca se podía hablar mal de los Concejales, porque las industrias de los propietarios del diario, recibían favores en rebajas de impuestos y disimulados permisos para que no las sancionaran por contaminar el ambiente.
En conclusión, ese mal ejemplo fue un gran enseñanza. Me propuse que jamás volvería a ser censurado y nunca trabajaría con jefes que no se atrevieran a decir toda la verdad.
Cuando la noticia llega al público en forma veraz y honesta y sirve para el bien común, los periodistas nos convertimos en potentes enemigos de los corruptos, porque perjudicamos sus intereses particulares.
Mi convicción es que quien esconde la realidad, se vuelve cómplice de los tramposos, los políticos ladrones, los narcotraficantes, los guerrilleros asesinos y secuestradores y los paramilitares criminales.
Los periodistas tenemos más que un deber, una obligación con la gente que nos lee o nos escucha: decir la verdad.
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