Que nos devuelvan el arco iris

Vivimos en una sociedad hipócrita y temerosa de enfrentar una realidad, que renuncia a debatir el homosexualismo abiertamente solo por el qué dirán y, lo peor, un gran segmento de la sociedad que teme ponerle límites a la comunidad gay que ha adquirido derechos que pudieran lesionar el pensamiento moral y el pudor de ciertas personas.


En los años setenta, en mi adolescencia, se popularizó una calcomanía de arco iris que muchos usaban en los carros y casas, luciéndolas con vanidad por estar a la moda, ignorando que Gilbert Baker, un artista de Kansas, radicado en San Francisco, la inventó como símbolo del orgullo gay.

La inspiración quizás fue la bandera Wiphala, usada por algunas etnias de los Andes suramericanos, para destacar la diversidad de pueblos. También la copiaron grupos estadounidenses que promovían la unidad internacional.

Hoy día, el arco iris es un emblema empleado por la comunidad gay como suyo. Por su parte, los comerciantes, con el propósito de indicar que son bienvenidos los homosexuales y las lesbianas en sus tiendas o almacenes, lo lucen como estandarte.

No debería ser necesario exhibir un distintivo para clientes por su determinada orientación sexual, porque enciende una alarma discriminatoria, que si bien no puede compararse con el apartheid y la persecución nazi cuando obligaban a los judíos a ponerse en el brazo la estrella de David, el hacerlo visible y anunciarlo es segregacionista.

Tal vez, sin percatarse, la comunidad gay estimula, de cierta manera, su propia marginación moral y social, exigiendo derechos y promoviendo actitudes que los sitúa en un plano diferente. Entiendo que atravesamos tiempos evolutivos, en los cuales hay que tener tolerancia, pero hay límites.

Sin lugar a dudas los homosexuales han sido perseguidos y estigmatizados por décadas desde que salieron del armario, pero, algunos consideran que es dramatismo calificar de homofóbicos a quienes piensan distinto y que consideran que tantos privilegios no son favorables a la lucha de ellos porque es como auto-discriminación.

Por otro lado, nadie debate que los heterosexuales también nos segregamos.

Tifani Roberts, una colega del periodismo, llegó luciendo una sombrilla de arco iris y le comenté que yo preparaba un artículo sobre el tema, porque pensaba que era injusto con los heterosexuales que, por prejuicio, no podamos lucir la variedad de colores debido a que inmediatamente somos vistos como gais.

Confirmando mi conjetura me confesó que su marido le pide no llevar paraguas multicolor porque la podrían confundir con una lesbiana. A ella no le afecta que la miren de esa manera y por el contrario se ríe de ese embrollo alrededor del tema.

Vivimos en una sociedad hipócrita y temerosa de enfrentar una realidad, que renuncia a debatir el homosexualismo abiertamente solo por el qué dirán y, lo peor, un gran segmento de la sociedad que teme ponerle límites a la comunidad gay que ha adquirido derechos que pudieran lesionar el pensamiento moral y el pudor de ciertas personas.

Vivimos en una sociedad ambigua y falsa, mientras a escondidas califica de maricón, pato o hueco a una persona, con la maliciosa finalidad de ofenderla y burlarse de ella, pero cuando está frente a los gais se sonríe y fingue aceptarlos aunque en su fuero interno le incomode.

Pero, también, debemos aceptar que atravesamos una generación de libertades excesivas. Hoy día proliferan imágenes en cine y televisión, como si fuera natural pero con morbo discreto, de parejas gais, matrimonios entre personas del mismo sexo e hijos adoptados por parte de estas. Algunos piensan que esto nutre el odio de moralistas ultraconservadores, escandalizados porque aseguran que hay un complot para lavar el cerebro de niños y jóvenes.

Atacando de manera provocadora para frenar lo que ellos dicen es una abominación diabólica, un reverendo llamado Charles Warley, de Carolina del Norte, planteó encerrar a los gais tras un cerco electrificado. En otro caso, en una iglesia cristiana de Indiana, un niño de 4 años fue obligado a cantar una canción que decía que “los homosexuales no van al cielo”.

No pretendo resolver con este comentario el conflicto humano, social y cultural que genera el tema gay y mucho menos el dilema científico de si nacen o se hacen. No discuto si debemos decir preferencia u orientación sexual. Tampoco voy a quejarme por las exhibiciones de parejas homosexuales en parques o sitios concurridos, aunque no estoy de acuerdo con eso, como tampoco con exhibiciones de parejas heterosexuales.

De lo que se trata es que todos tengamos el mismo derecho de hacer de nuestra vida lo que queramos y buscar la felicidad, pero sin ofender al prójimo, sin presuntuosidades públicas, sin obligar a los demás a consentir actuaciones que no van con nuestra moral y educación o forzarnos a decir lo que se debe aceptar o no.

El origen de la orientación sexual humana todavía sigue siendo un misterio, aunque algunos quieran erradicar “la enfermedad” con tratamientos siquiátricos o fármacos y otros afirmen que es un asunto genético y que los dejen ser.

Como padre y hombre pregono darles la libertad a nuestros hijos y nietos de escoger su futuro, sin persuasiones de ningún tipo.

Sí quisiera que me devolvieran algunos derechos que eran comunes y normales hace décadas: por ejemplo, que la gente no murmure sobre mi vida personal al verme el anillo matrimonial; antes era un distintivo solo de los heterosexuales. Deseo tener el privilegio de ir a una playa con un amigo y tomar el sol, sin que me señalen de maricón y reclamo con firmeza poder usar el arco iris con la libertad que me daba la ingenuidad juvenil.

Ser heterosexual tampoco es malo.

Raúl Benoit
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Raúl Benoit

Periodista y escritor colombiano de origen francés. Se ha destacado en televisión latinoamericana, como escritor de libros y columnista de periódicos del mundo.

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